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  • Alan Martín Segal

Fragmentos de un pidgin partido


Fuimos parte de aquel grupo. Llevamos unas pocas monedas en el bolsillo y procuramos no usarlas nunca. Esta disciplina no está motivada por la cautela. Tampoco por el intento de conservar una oportunidad extra por medio de la maximización del mínimo recurso pecuniario. Lo importante es que tintinean a cada paso. Son una alarma de movimiento que nos obliga a desplazarnos con sigilo. O un dispositivo sonoro que tratamos de mantener en silencio. Una vez en la palma de la mano se prestan como recordatorios de anécdotas inventadas, absorbiendo la culpa de nuestras mentiras.


El dibujo de la página anterior, omitido en este documento, describe cierta división social del trabajo lingüístico. Las flechas de un diagrama de flujo esbozado en lápiz señalan cómo se otorga a distintos grupos la autoridad para confirmar si algo es o no lenguaje. En letras mayúsculas se consignan quiénes imponen estas normas lingüísticas que estructuran las obligaciones sociales dentro de una comunidad: instituciones y redes interpersonales.


Una posible interpretación de este esquema: el lenguaje es entendido principalmente como una herramienta para la comunicación. Los aspectos formales, convencionales y de contenido se organizan en relación a este objetivo transaccional. Es posible rastrear el carácter de transacción del lenguaje en el origen de los signos de puntuación, como una derivación de la notación para-numérica de los primeros documentos contables escritos.


Otra superposición: los procesos de formalización de la gramática castellana y de la colonización de las Américas por la corona Española son simultáneos, si bien los Reyes Católicos costearon sólo uno de ellos. El resentimiento económico guía la mano de Antonio de Nebrija: “el lenguaje ha sido siempre aliado del Imperio”.


Si aceptamos la idea de que el lenguaje es la sustancia de lo social, obtenemos esta ecuación 1:


la capacidad de ser operativo en el campo del lenguaje

regula la condición de ser una persona individual.


De esta proposición se infieren también los términos de exclusión, así como una jerarquía de subjetividades válidas.


El espectro autista comprende una zona donde se detecta una cierta dificultad para lidiar con esta obligación social. Una reticencia a sucumbir ante las convenciones y reglas de un sistema de control naturalizado del lenguaje. La medicina cataloga el autismo como un trastorno, una agencia externa que desordena la esencia del individuo ante su desvalida contemplación. Por qué entender esta tensión hacia las obligaciones sociales como una incapacidad predeterminada, fija, no controlada y no como un acto voluntario. Un malentendido: aquello que produce dolor se presume que no es verdaderamente deseado. Pero los actos de resistencia siempre albergan una vocación mística o una fijación intelectual que nos autoriza al sufrimiento físico y emocional. Este es un sistema íntimo de absorción y re-ordenamiento del dolor.

Pues sufrir es dar a alguna cosa una atención suprema. Al rebelarse de forma más consciente, estos actos de disciplina multiplican sus toxinas, irritando a las fuerzas institucionalizadas que también reclaman potestad sobre la administración de la energía aflictiva. Es lo que tengo de inhábil, de incierto, lo que es yo mismo. Prefiero pensar en el autismo como una negatividad voluntaria, una forma de actuar proveniente de los campos actitudinales de la resistencia (radical) y del rechazo (reaccionario): una posición ambigua y de apariencia indolente ante la obligación social del lenguaje. Una forma pasiva de disenso, una ilegibilidad emocional.


La ecuación 2 toma los términos propuestos por Hannah Arendt:


la facultad de acción transforma a la persona en un ser político.


Esta lectura inconsistente del autismo hace fallar ambas ecuaciones, al deferir aparentemente de la acción y de la comunicación. Es el espacio de la pasividad insostenible y la desobediencia deprimida. En ánimo clasificatorio, me refiero a un posible coro disperso de autistas voluntarios o anacoretas seculares.


Un pidgin es una lengua simplificada, transitoria y utilitaria. Generalmente creada y usada por individuos de comunidades que no tienen una lengua común. El pidgin es un código o un acercamiento lingüístico altamente dependiente del contexto, cuyo principal escenario es el mercado en sus múltiples iteraciones y formas. Los pidgins se completan por una serie de gesticulaciones, señas e indicaciones que suceden en el espacio. A través de estas, se produce una magnificación de la relevancia del contexto. Ante la invocación del objeto, los pidgins proponen la presentación del objeto mismo. Debajo del estrato utilitario de estas jergas mercantiles, palpita la actividad de otro proceso, el de una reducción de los propios sujetos involucrados en ese intercambio. Esta reducción es la acumulación de las múltiples concesiones realizadas para permitir un acercamiento hacia el otro, una rendición en favor de lo transaccional. Dos métodos de esculpir sentido caracterizan esta mecánica: quitar detalle a una forma más rica o modelar desde el comienzo una forma roma. Una vez instrumentadas, las reducciones tienen un impacto en el cuerpo y la subjetividad. Este empobrecimiento es un acto sutil de violencia auto-infligida que persigue una meta socio-lingüística. Pero la violencia es escurridiza y se infiltra hacia el otro, que es percibido de forma denigrada; sólo en función de aquello que ofrece o recibe, receptáculo o emitente.


Si suprimimos uno de los términos de esta estructura de comunicación, llegamos a un escenario donde nos adaptamos a una superficie de contacto inexistente, un desplazamiento sin fricción que quizás descubra el armazón de nuestros condicionantes internos. Ante la ausencia de interlocutores, imagino este escenario del pidgin partido desplegándose entre dos posibles tendencias. En la tendencia 1, nos volvemos una figura disciplinaria sin contrapeso, que se auto-regula con tal rigor que recrea los modelos externos de manera exacerbada. En la tendencia 2 nos volvemos una figura solipsista sin control, capaz de negar todo hasta el punto de negarse a sí misma. Pero en los polos de ambas tendencias, y solamente localizados en esas pequeñas áreas, tienen lugar dos procesos muy frágiles: encontrar lo universal en un mismo (tendencia 1) y crear lo universal desde uno mismo (tendencia 2).


Recuerdo vagamente una historia sobre un secrétaire de caoba. En los años 40 una compositora escondía allí sus partituras en sobres que llevaban escrito en tinta la dirección y el nombre de su mentor, quien por entonces vivía del otro lado del Atlántico pero seguía sin ser reconocido. Esas cartas nunca fueron enviadas. El material fue descubierto en una subasta de muebles y despertó cierto interés. Ahora las cartas se encuentran desplegadas sobre la mesa de un instituto provincial, ordenadas cronológicamente. Los sobres están fechados, por lo que la tarea fue sencilla. En esa secuencia se dibuja el arco de transformación de las indicaciones de ejecución. En las más tempranas puede percibirse la idea de un destinatario, la imagen de un potencial intérprete. En las últimas el vocabulario es tan autorreferencial y replegada sobre sí mismo, que resulta imposible imaginar alguien que pueda ejecutarlas.


Si el lenguaje es la sustancia de lo social y la poesía la expresión en el lenguaje de nuestra individualidad, se configura de la siguiente manera la ecuación 1’ :


la capacidad de ser operativo en el campo de la poesía

regula la condición de ser una persona individual.


Los modelos antipáticos del autismo y del pidgin roto son una forma de sumergirse en el acto siempre incompleto e insatisfactorio de la poesía. Son formas de entrar en armonía con ese tono que no se puede alcanzar. La voz vibra esforzada y la vulnerabilidad del cantante nos produce un poco de asco y vergüenza. Es la nota tímidamente desafinada la que recuerda ese espacio que resiste lo transaccional, aunque introduzca consigo la sombra del mutismo, la incomprensión y la destrucción de todo aquello que es comunal.


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