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  • Aurelia Carola

El descarte de Toribio Panceta


A veces, en la escuela, pedía permiso para ir al baño en medio de alguna clase que me resultaba particularmente aburrida y me quedaba vagabundeando por el edificio, escondiéndome de las maestras y secretarias, como una espía. Después de perder todo el tiempo que podía, iba efectivamente al baño y juntaba una cantidad de agua considerable en mi boca, y la mantenía ahí, sin tragar. Volvía al aula y a mi asiento, muda como un pícaro ratoncito, me sentaba con cara de descompostura gastrointestinal. Me tomaba la barriga con las manos, hundía mi cabeza entre los brazos; todos movimientos ensayados frente al espejo del baño.


Cuando el agua en mi boca se calentaba y comenzaba a tener un gusto repugnante, emitía ruidos de arcadas, llamando la atención de la profesora; y, luego, escupía con fuerza todo el contenido, rociando mochilas y los diminutos mocasines de mis compañeros con agua y baba.


¡Alguien que la acompañe a dirección, por favor! Y, si tenía suerte, el chico que me gustaba pero que nunca me dio bola, me rodeaba con un brazo y me ayudaba a bajar los cinco pisos por las escaleras hasta llegar a la planta baja. En mi cabeza no había dudas, mi ropa empapada, los mechones de pelo pegoteados por la saliva calentita, seguramente despertarían en mi compañero un sentimiento de lástima, que fácilmente podría llegar a confundir con amor. Gracias, Valentín. Pero a Valentín mi salud lo tenía sin cuidado, desviaba la mirada, se encogía de hombros y se iba sin saludarme.


Entonces, la secretaria de la directora me preguntaba qué había pasado, y yo le decía que había vomitado agua, toda la mañana me había estado sintiendo medio mal, sospechaba que tenía una leve fotofobia y que no se olvide de mi escoliosis y la rectificación cervical que me aquejaba desde sala de cinco.


Durante la infancia me la pasé en el consultorio de distintos traumatólogos, y todas estas dolencias eran ciertas, aunque no estaba segura de qué querían decir. Pero dentro de todos los posibles síntomas, había escuchado a un doctor decir que era posible que mi columna vertebral me generara náuseas y dolores de cabeza. También me habían recetado unas plantillas ortopédicas por chueca; era la única chica de mi primaria que no tenía la obligación de usar esas guillerminas espantosas, ya que no les entraban las plantillas. En cambio, llevaba unas zapatillas de montaña que me hacían sentir aventurera.


La secretaria llamó a mi mamá para que viniese a buscarme. En ese momento, ella daba clases en la facultad de Odontología, sobre Marcelo T. de Alvear. No le hacía ninguna gracia tener que interrumpir su trabajo para venir a la escuela a retirarme, pero lo hacía igual. Yo simulaba un fuerte malestar frente a ella durante el camino a “Odonto”, pero una vez dentro del enorme edificio olvidaba con rapidez las náuseas y la fotofobia.


Conocía el lugar de memoria, quizás mejor que muchos de los estudiantes que paseaban con apuntes y ambos blancos.


Apenas entramos me largué a correr subiendo las escaleras para llegar al laboratorio o a la sala de profesores. Quiero un tostado, demandé a mi mamá y a sus colegas. ¿No estabas mal de la panza? Me llamaban trucha, por jetuda y también por mentirosa. Lo mismo, yo me escapaba e iba a la cafetería para pedirle a Silvio un tostado de jamón y queso, y que por favor lo anote en la cuenta de Patricia, la profe de bioquímica.


Volví al laboratorio cubierta en migas y disimulando la servilleta hecha un bollo en una mano me encontré con Mariano, un amigo querido de mi mamá, con el que solía compartir largos ratos tirados en el viejo sillón desvencijado de la sala de profesores, mientras él me leía Colmillo Blanco. Siempre andaba de acá para allá, nervioso y balbuceando, nunca parecía estar en el lugar en el que tenía que estar. Incluso cuando nos sentábamos a leer, alzaba su vista compulsivamente para observar la sala llena de docentes, que tomaban café o daban clases particulares en el gran escritorio, como si estuviera esperando que alguien se acerque para sacarlo de su recreo eterno. No le gustaba trabajar, lo admitía sin problemas, cada vez que tenía que levantarse del sillón actuaba un esfuerzo desmedido, como si se hubiera quedado pegado al revestimiento de cuero.


En seguida me di cuenta que estaba llorando. Mi intuición me decía que le habían roto el corazón; de la misma manera que Valentín había roto el mío ese mismo día, unas horas antes de simular mi vómito de agua, fingir un desmayo y llorar para que mi mamá viniera a buscarme. Durante el primer recreo de esa mañana, una compañera había sustraído mi diario íntimo de la mochila, y lo había leído a los gritos frente a todo el grado: “Soñé que me casaba con Valentín en un castillo que estaba lleno de arañas gigantes de metal. Él mataba a todas las arañas, excepto una que tenía la cara de mi abuela, y me preguntaba si quería que la mate o si la dejábamos encerrada en una jaula. Teníamos un hijo que se llamaba Ramiro”. Todos fueron derecho a buscar a Valentín para preguntarle si él gustaba de mí, a lo que contestó que “obvio que no”.


Me acerqué a Mariano y le pregunté si se sentía bien. Él me respondió un sí poco convincente, y me pidió que volviera al laboratorio, porque mi mamá me estaba buscando. Lo dejé solo, y me presenté tratando de hacer silencio en la enorme sala. Los tres adultos que se encontraban allí tenían todo el foco de atención puesto en algo apoyado sobre una mesada alta, que no llegaba a distinguir con precisión. Fui caminando hacia ellos con sigilo, y tiré de la manga de la bata que tenía puesta mi mamá. Ella buscó un banco para que pudiera sentarme a su lado. Sobre la mesada, había una jaula repleta de aserrín, con una pequeña rata del color de la nieve, y los ojos rojizos. El animal estaba inquieto, y corría dando vueltas chillando. ¿Cómo se llama?, le pregunté, pero ella dijo que no tenía nombre.


La puerta se abrió y entró Mariano, que había dejado de llorar y vino hacia nuestra mesa. Los colegas de mi mamá se dispersaron, y quedamos nosotros tres, rodeando a la rata sin nombre. ¿Por qué no tiene nombre?, retruqué, en el mismo instante en que empecé a sentir unas náuseas reales asomando en mi estómago. Mariano empezó a contarme que se llamaba Toribio Panceta y que tenía una hermana, Estela Panceta; pero mi mamá lo miró de una forma tan intimidante que él desvió la mirada e hizo silencio de inmediato. El rostro del hombre se veía demacrado, había intentado enjuagarse las lágrimas, pero los surcos todavía eran visibles.


-Vamos a tener que llevarlo a la pecera para dormirlo.


Observé cómo la mujer trasladaba a Toribio hacia una pequeña pecera de vidrio, y colocaba por encima un algodón empapado en un líquido. Después de unos minutos la rata dejó de moverse.


-¿Se murió?


-No, Frani, todavía no. Le puse cloroformo para que se duerma, así no le duele.

Sonaba lógico. Tomó a Toribio nuevamente y lo apoyó en una bandeja plateada. En ese momento me acercó unos guantes de látex y me mostró una tijera de metal.


-¿Querés hacerlo vos?


-Patri, ¿a vos te parece?


-Es de descarte, Marian, no pasa nada. Te enseño cómo se hace, Fran, pero tenés que escucharme bien y hacerme caso, para que no sufra -asentí lentamente-. Bueno, lo que nosotros estamos buscando es extraerle las glándulas salivales, las que producen saliva, porque la saliva de la rata es parecida a la de los humanos… Así, hacemos pruebas para un medicamento ¿me explico?


Volví a decir que sí con la cabeza mientras me ponía los guantes. Siguiendo las instrucciones de mi mamá sostuve con mis dedos en forma de pinza el abundante pellejo del cuello de Toribio y lo corté con la tijera. Empezó a brotar sangre, y rápidamente, Mariano me alcanzó un bisturí. Lo agarré siguiendo una intuición acertada y lo apoyé cerca de la tráquea de Toribio. Comencé a hacer la incisión, con las manos temblando y el estómago revuelto.


Después de felicitarme, mi mamá me apartó de la bandeja y continuó el trabajo.


-Esta es la glándula sublingual -me mostró una masa carnosa y rosada- y esta la submandibular… Marian, voy a llevarlas al Petri… ¿te ocupás vos de embolsarla?


Mariano y yo nos quedamos en silencio contemplando el cuerpo de Toribio Panceta. Él tomó un palillo y comenzó a removerlo dentro de las fauces abiertas del animal. Yo lo observaba pinchar diferentes puntos de su boca. Vi cómo una lágrima se escapaba desde el rabillo del ojo del hombre y rodaba con lentitud hacia la bandeja. Sin darme cuenta, yo también estaba llorando.


En un momento, Mariano tocó un punto preciso del paladar de Toribio, y la rata lanzó un chorro abundante de saliva disparado como una manguera, que dio de lleno en su cara.


Reaccionó con lentitud. Sin apartar la vista de la rata, sacó del bolsillo de su bata un pañuelo de tela y se lo pasó por la frente, los ojos y la boca. Emitió una especie de gruñido gutural, juntó saliva y escupió con abundancia dentro del pañuelo. Lo dobló en cuatro y volvió a guardarlo en su bolsillo.


Después metió a la rata en una bolsa de plástico opaca y la depositó en una heladera antigua sin estantes, abarrotada de esos mismos paquetes apilados oscuros uno encima del otro. Antes de que la puerta terminara de cerrarse, vi cómo algo adentro de la bolsa se agitaba con violencia, y me pregunté cuánto tardan en morir realmente los animales.


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