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  • Juan Laxagueborde

Algunos paraguas del arte contemporáneo



1.


No se si se puede seguir hablando de estas cosas, si a alguien le interesan, si tiene sentido conversarlas. Abro el paraguas para avisar que de todo esto se habla hace décadas, que está mucho dicho. Pero quién te dice haya algo más para decir.


El arte contemporáneo se hace en el presente, pero no todo arte que se hace en el presente es contemporáneo. Por suerte lo que hay no es solo arte contemporáneo. La definición es objetista, no temporal. Nombra a los objetos por cómo son. La definición abierta en los setenta, para diferenciar contemporáneo de moderno, se la quedaron ciertas obras y sus autorxs.


Arte contemporáneo querría decir, entonces, un conjunto de características formales y cierta predisposición de lxs artistas a que sus obras piensen con razón o sin ella y hagan pensar. Que comuniquen legados, chistes, chismes, cruces eruditos, juegos de perspectiva y luz, ideologías, penurias y tantas otras cosas. Muchas obras tienen cerca su protocolo de explicación, no hace falta más que leer los paratextos de las muestras en museos, ir a alguna visita para escuchar con atención las reflexiones o participar de los eventos de “activación” de cualquier muestra en galerías que enfatizan que son de arte contemporáneo. Me parece que contemporáneo quiere decir que requiere de “activación”, que no alcanza con lo visto, que hay que participar de otra manera. Esto puede ser más o menos conmovedor según el caso, conservador, llamativo o catártico, pero no es este el tema de este texto.


2.


Martín Legón es un artista contemporáneo desde hace muchos años: al frente, complejo, dramático y gracioso. Sus obras son, en todo sentido, reconocibles como arte contemporáneo. Hace muestras que traban la visión para bien, porque se preocupa por revincular. Los garabatos con el mármol, el peluche con la madera, el capitalismo con la poesía decadentista o la historia natural con la artificiosa. Sus últimas muestras, incluida la actual, Arboles profundamente artificiales, parecen un caracol o una biblia o un mandala, porque requieren de nosotrxs cierta responsabilidad y generalmente nos vencen. Tenemos que volver a releer, siempre y cuando queramos “entender”. Es que no se sabe si Martín hace todo esto también para que no entendamos todo, para que tengamos solo un aire de entendimiento, un poco de insatisfacción.


Sus muestras suelen tener formas similares, a las que hay que atravesar caminando, compartimentadas y organizadas bajo lógicas incompletas adrede, para tocar algunos temas que en principio no tienen que ver entre sí. Esta última se parecía a un proceso de progreso, o de crecimiento de la conciencia: el contexto inicial (los videos) y todas las escalas de transformación decididas por él, desde los juegos de niñxs hasta el valor del trabajo. Legón es arrebatado y pulcro, está todo planeado, siempre es prolijo y cerebral. Sin embargo siempre me queda el resto de una pregunta: si está arrebatadísimo por la coyuntura, por el tiempo que le toca, si sus obras están aferradas a “lo contemporáneo”. O si está preocupado a su manera por los signos y la locura sin tiempo, transversales a las condiciones humanas desde siempre. Sea lo que fuera está el problema del pensamiento. La dispersión de objetos y signos de sus muestras se aúnan en el pensamiento, en los hilos sueltos del arte contemporáneo. Su obra es juntar y disponer lo juntado. Apuesta a que esto alcance para generar un discurso en diagonal a la razón con los elementos de la razón.


Legón no quiere mostrarlo todo, quiere demostrar que el todo se mira dividiendo el desierto del sentido total en partecitas cómicas, eruditas o tremendas. Mejor dicho: un poco cómicas, un poco eruditas y un poco tremendas. El otro poco es “la realidad” del espectador, la galería, todo lo que no nos importa de lo que estamos viendo, el siempre así, el desinterés por los tejemanejes del discurso del arte… en fin. Una cosa es una muestra y otra cosa es la vida. Esto es obvio, pero Legón sabe decirlo como quiere. Cierta épica evangelista y chistosa toma la palabra por momentos, pero Legón sigue no haciéndose cargo en partes. Y ese traje del desentendido parece quedarle bien, como alguien que nos hace entrar al circo pero no entra con nosotros, se queda afuera para meter más gente. Contar en Legón quiere decir narrar, por eso le da tanta importancia a la hoja de sala final, llena de referencias y saberes, con el problema de que algunos terminan desencantando algunas zonas del espacio, le quitan su fuerza neutral con la reflexión y el ahínco en el dato.


3.


Hay una obra suya de hace varios años que es la foto del busto de José Ignacio Rucci con una bocha de helado derritiéndose en la frente. El busto de Rucci ya no está en su nicho de la Chacarita porque se lo robaron. Rucci fue el líder de la CGT en un momento donde el peronismo tuvo una crisis general, donde estaba en juego si su doctrina conducía a la revolución o al orden. En 1973, días después de que Perón asumiera su tercer mandato, fue acribillado de 16 balazos por la organización Montoneros. Hay una foto muy famosa de Rucci, en la que le está sosteniendo el paraguas a Perón para que no se moje, cuando este regresó a la Argentina en 1972. Al lado del tandem estaba Juan Manuel Abal Medina, de la juventud peronista, un poco apartado de la foto, taciturno. Años después le preguntaron en qué estaba pensando en ese momento y dijo: "en mi hermano, por supuesto". Su hermano era Fernando, fundador de la organización Montoneros y acribillado poco después de que esta ejecutara al General Aramburu, líder del Ejército que derrocó a Perón en 1955. Hay una obra de Legón, de 2011, que compila dibujos de personas que no son artistas, sino aspirantes a un puesto laboral, a las que se les pidió que dibujen un retrato de ellos mismos bajo la lluvia. Muchos tienen paraguas, otros muchos no.


En los últimos días, en Tucumán, la derecha bussista, responsable y perpetradora del genocidio en esa provincia durante la última dictadura cívico-militar, alzó la voz de una manera escandalizada para quejarse de lo exhibido en una de las salas del Museo Casa de la Independencia. En ese lugar la artista Carlota Beltrame había recordado, con una imagen que venía, a su vez de la sombra de una técnica textil artesanal y propia de la región, una acción política con efecto performático de Montoneros en el lugar, una noche de 1971. La beligerancia revestida de heroísmo y la violencia con la que el griterio fue tomando la forma de un linchamiento, lograron que funcionarios culturales nacionales decidieran el levantamiento de la muestra, decisión que no se comunicó públicamente. El Estado no se hizo cargo discursivamente del asunto y la responsabilidad de informar recayó en la curadora Alejandra Mizrahi y en Carlota Beltrame, que pudieron divulgar lo sucedido vía el colectivo de artistas Lola Mora del que participan


La reaparición de Montoneros como algo “espantoso” para parte de la imaginación pública demuestra la capacidad fantasmática de ciertos tiempos y procesos argentinos. Cierta sombra o espectro que permanece como discusión. Una discusión, vía su aparición, que puede darse en cualquier momento, quién sabe si no se está dando ya. De hecho, del debate en esta misma revista por la cuestión del Rojas y Marcia Schvartz, del que quedaron pocas cosas para matizar debido a una especie de ira santa histórico-sociológica que lo tomó todo, quedó picando, como guante a recoger, una escena que me resultó sugestiva y de la que no se discutió tanto. Alguien le gritó en una de las charlas del Rojas, a principios de los noventa, “cheta montonera” a Marcia. En ese grito se enfatizaba el cheta para enrostrarle vaya a saberse qué a una hija de la clase media, y se olvidaba la significación del otro término, su capacidad de fortalecerse cuando se lo dice cínicamente. No se miden las consecuencias de traer a colación lo que empuja saber que hubo un tiempo en que personas como nosotrxs elegián el martirologio, la clandestinidad, la pérdida del nombre bajo un amparo común con miras a la revolución social. Son escenas que nos cuesta discutir porque nos cuesta pensarlas.


Es válida la pregunta por la radicalización política en la historia reciente, pero me parece más válida aún cuando nos sometemos al carácter trágico y abigarrado de todo lo que pasó en los setenta y las consecuencias del terror, entre ellas el silenciamiento de ciertas posibilidades, la revolución apareciendo sólo como pasado. Si no discutimos tomando esto como una de las premisas (discutible al fin pero premisa) la discusión es poco honesta, hasta diría engañosa.


4.


Así las cosas, corre como un río transparente la tristeza de un mundo confundido, de una burguesía confundida, de una liberación confundida, de unxs espectadores confundidxs, de unxs artistas siempre a punto de descubrir un matiz.


Me parece que el problema es que a veces cierto arte contemporáneo como discurso, y el discurso sobre cierto arte contemporáneo como crítica o periodismo, parecen atrapados en la inteligencia. Podemos ser lxs más patéticxs cuando queremos encontrarle otra vuelta a lo que está de frente. Paradojicamente, las ganas de pensar pueden llevar a olvidarnos de lo del costado, lo raro, lo espantoso. Mejor dicho, el pensamiento puede ser un amigo cruel cuando no se olvida de eso, sino que logra encauzarlo y lo desactiva. La curiosidad pone inteligentes a muchxs artistas, pero la inteligencia se les vuelve en contra porque lxs vuelve sabios sin tribulaciones. Ejercen la curiosidad a través de la inteligencia y muchas veces eso es un peligro. Me interesan más lxs artistas que militan la neura (el sí pero no, la contradicción) y la vuelven valiosa. O lxs que van a buscar en el pasado lo que tiene por decirnos atravesado por un lenguaje de su tiempo que le convidan y los lenguajes estéticos tapados por la curva del progreso en el arte y su sistema.


Que el público se renueva, en el arte contemporáneo, no quiere decir que cambie de personas. Siempre somos lxs mismxs. Quiere decir que cambiamos para adentro, que no pensamos igual. El arte es contemporáneo, siempre en presente. El público es moderno, siempre en movimiento. El arte contemporáneo me hace pensar en la aventura de la subjetividad en la pavada y el artista tratando de no acordarse que es también un sujeto. En medio de las discusiones por cómo liberarnos, en los sesenta, el crítico Oscar Masotta le advirtió con tono estructuralista a un jovencito Ricardo Piglia: “es preciso entonces cambiar la sociedad para poder cambiar de críticos”. Crítico no significa un oficio sino una manera de mirar, una sensibilidad que no es fácil de ejercer, que generalmente no podemos ejercer porque algo de esa sociedad nos gana. Es la depresión de un tiempo determinado controlada en el arte y el arte descontrolado sin saber para qué existe; por lo menos el arte que hace sistema.


Uno de los sectores institucionales que organizaba la muestra en Tucuman, dijo en un comunicado que entendían al arte contemporáneo “como una práctica de pensamiento crítico que puede abrir nuevos campos y enfoques de análisis sobre colecciones, monumentos, edificios y hechos históricos de nuestro país”. El arte contemporáneo puede ser eso y de hecho en muchos casos, como el de Beltrame, lo es. Lo es también en el de Fátima Pecci Carou, a quien le tocó pasar por algo parecido. En esos dos casos la relación entre historia, conflicto y alusión desde ahora, se trenza y arma algo nuevo.


Lo que digo es que tiene que poder mantenerse también un arte que discuta con el contemporáneo más gris, que no piense tanto, que no piense gris. Que se estimule por un desencantamiento con respecto a la fijeza de algunas ideas. Esa parte del arte contemporáneo está en crisis por exceso de verdad. En cambio, en casos como el de Legón, esa búsqueda permanente que lo lleva a pensar a través de montajes díscolos. A poner una cosa al lado de la otra sin la razón obvia del arte gris, logra dejarnos en el momento anterior a la verdad, que se presenta incompleta. Queda la mente como mirando esas piletas negras brillantes que suele presentar. Esa es una linda imagen para pensar cómo el arte contemporáneo puede ser otra cosa que la presentación de verdades de derecha, obvias, sin fuerza ni arraigo.


Se me hace que hasta altura del texto podría empezar la discusión sobre la modernidad (la revolución social, la vanguardia, el sacrificio político) contra la posmodernidad (el pastiche sin diferencias morales, el sálvese quien pueda, las ganas diezmadas sin saberlo, derrotadas sin ton ni son, el universo entendido como una sola cosa, sin lugares, esquinas o leyendas). En medio de ese dualismo está el arte contemporáneo, que quizá nos quiere recordar que las cosas pudieron ser de otra manera, por lo tanto pueden serlo. Lo que pasa es que también puede estar queriendo ser agrio, derrotista, como afirmando que ser postmoderno está bien, porque la modernidad realizó ya todo lo que podía, y están lxs muertxs para contarlo.






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