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  • Juan Laxagueborde

Celina Eceiza y la actualidad de los corazones



El arte de Celina se mantiene en un movimiento renovador pero no progresivo. Crece para los costados, corta en zig zag las nervaduras de sus ocurrencias para volverlas a usar, se ramifica, mete la cabeza abajo del agua, gira para inducir un mareo, se sienta en una silla como habiendo cumplido con la jornada, se pliega en telas para desplegarse en esculturas, se mutila para dibujarse en una hoja canson, se acerca, se va y nos sorprende dando la vuelta a la manzana. Su obra puede hacer todo esto a la vez y sin embargo sigue siendo una. La metáfora helénica del río, y de las veces que nos bañamos en él, le haría justicia.


Buena parte del arte porteño se encuentra alicaído por la energía que le saca la agenda global y Celina no. Muchas veces la actualidad es la villana en la novela del arte. Los personajes y los métodos de Celina no necesitan del tiempo presente ni del sometimiento de los malos a los buenos. Se rigen por el dibujo, que es el origen y el destino de sus telas, sus esculturas, sus volúmenes colgados, sus alfombras. Como una estructura elemental que pasa desapercibida porque está soñando.


Cualquiera que haya ido viendo lo que hizo durante los últimos seis o siete años se puede dar cuenta. De muestra en muestra se distingue la reunión desordenada y persistente de los colores del amor, de la paciencia, de la locura y del sí mismo mudo de la imagen. Porque la integración de todo esto en un lenguaje proliferante hace que no se necesite la palabra, que sea el sentido menos importante de su trabajo. Las obras, como suele decirse, hablan por sí solas o directamente, por qué no decirlo, no hablan. Nos cuentan un secreto, una anécdota o una fábula, con unos recursos que parecen sacados de las señas que se hacen tres cómplices queribles en medio de algún contratiempo. No estaría mal relacionar todo esto a la obra de Andy Warhol y a la extensión del mar, dos ejemplos de lo irreductible de las imágenes y dos de sus influencias definitivas.


Su más reciente exposición, Desvelo, en la galería Moria, está compuesta de un par de capítulos complementarios. En la sala de la esquina, por donde empecé a pasear, hay unos dibujos con cloro sobre tela teñida de negro que podrían ser las primeras imágenes para conversar sobre los idilios y la confianza en las cosas lindas que nos pasan: una vaca que descansa en la gramilla amparada por la luna y un beso sencillo, también nocturno, de dos amantes cayendo en espiral entre las estrellas hacia ninguna parte. La fluorescencia de las líneas remarca el buen momento. Lo que no remarca es lo que Celina se olvida cuando dibuja. Celina pone toda la energía en lo que hace y no piensa en otra cosa, por lo tanto todos los secretos quedan en las imágenes y el día normal o triste del espectador queda en evidencia.


La siguiente sala se nota en los pies, está cubierta de alfombras y grandes cuadros de tela de trapo de piso. El material ya da risa, o sonrisa mejor dicho. Porque no está puesto, como en otrxs artistas, para discutir el estatuto de los materiales o significar pobreza. Al revés, la manera en que se integra o condiciona al todo es flamante, como si hubiese tenido noticias de ese tipo de telas el día anterior y las hubiese usado creyendo que era la primera. Sin esa sensación toda la muestra me hubiese parecido otra cosa. Ahora, después de pisar, levanto la cabeza y veo primero las esculturas de yeso, con formas de piernas caricaturescas o estalactitas gigantes y veo que cuelgan también un reloj simbólico y unas lámparas no simbólicas: uno no da el tiempo, que lo pone la muestra. Las otras dan la luz, no la da Celina, porque nunca quiere ilustrar ni razonar. El iluminismo es o fue pura argumentación y desvelo por el progreso de lo real, en cambio estas obras son la propuesta de unas viviendas imaginarias que se hacen realidad. Ya no tiendas de campaña, como varias de sus escenas anteriores, sino ahora un living con sus paredes dibujadas por niñxs de manos gigantes. Como dice Carla Barbero, la curadora de la muestra: “Celina vuelve extravagante el rastro de lo común”. Pero este living podría ser una vereda, así como sus tolderías de antaño podían ser habitaciones con pisos de arena o gazebos con paredes de batic. Casa, vereda, extensión y orilla son sinónimos en el esquema habitacional de Celina. La estrella de esta sala es también de yeso, un cuadro con siluetas bailando alrededor de una casa en un cielo que parece un deleite de pimpollos y podría ser un diálogo con Figari, con Chagall o con Fader, pero es con ella, con su corazón.


Esto último que digo me lleva a pensar que gran parte de la obra de Celina trata del corazón. Pero no hay corazones. Como decía Borges de los camellos en el Corán, no hace falta subrayar nada si el aire de la presencia sobrevuela una imagen. En las misas escolares de mi infancia el cura nos decía con tono neutro (estaba todo preparado): “Levanten el corazón”. Lxs alumnxs respondíamos (ya sabíamos de memoria la frase): “Lo tenemos levantado”. Siempre me resultó difícil de comprender la paradoja de aquella escena. Ahora me doy cuenta qué es lo que pasa con artistas como Celina, que no nos piden nada porque ya lo tienen y que incluso nos lo dan. Nos conducen, con una generosidad contraria a lxs artistas tautológicxs y publicitarixs, al lugar donde están las imágenes que queríamos nuestras. Las que no sabíamos ver y ahora se traducen en un lenguaje que ella inventó mientras nosotrxs trabajábamos o mirábamos el celular. Lo que sabíamos que teníamos pero nos costaba saber.



Sobre Desvelo de Celina Eceiza en Moria Galería. Puede visitarse hasta el sábado 29/07.

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