El Rey León
Por favor, no huyan de mí
Yo soy el rey de un mundo perdido
El último domingo 5 de novimebre en el Parque Lezama tuvo lugar el cierre de campaña de Javier Milei, nos infiltramos en el acto impulsados en parte por la curiosidad morbosa, en parte para realizar simple trabajo de campo. A continuación, nuestras observaciones:
Las banderas amarillas flamean en el aire con furia, el humo de colores no parece disiparse, cada vez que la visión se aclara, otra estela espesa lo cubre todo. Rugidos de cachorros jóvenes y hambrientos resuenan, haciendo propio el eco de un trauma reciente. Edificios volando en mil pedazos, estallidos que rompen tímpanos aledaños. Una tierra arrasada por el paso uniformado de los que aún resisten espalda con espalda, cuchillo entre los dientes. El caos es el alimento de estas jóvenes bestias, porque ese caos, auguran ellos, conduce a un nuevo orden.
Bestias enjauladas que desean libertad, lenguas de fuego serpentean y se pierden en el cielo, una garganta gigante y atragantada regurgita personajes inquietantes sin parar. Un youtuber fracasado, la minoría en peligro, una karateca moralista, el trader que se pudrió de la oficina, el maestro de ceremonias Carlos Maslatón, la abogada de milicos y finalmente, el glorioso fresco coronado Rey León.
Los episodios se suceden automáticamente, como una fuerza de la naturaleza, despliegue tan turbulento como sublime, que toma la forma de un desfile de exóticas criaturas de armas tomar y sedientas de poder.
El Presto, youtuber desesperado en su fracaso, intenta invocar a la emotividad, encarnar con los que pueda, un abrazo fraternal entre llantos reprimidos. Describe el hondo hueco vital en que se encuentra y busca la empatía. Es la angustia de los librepensadores. Acto seguido, aparece Zicarelli, representando la minoría en peligro, pide aplausos y vítores de “¡Libertad!” para celebrar las hazañas de una milicia imaginaria. Radicada en el misterioso sur, entre tembladerales y jarilla, el frente heroíco de esta guerra inexistente lleva a cabo victoriosas acciones quijotescas contra un enemigo polémico: la faceta tormentosa del pueblo mapuche. Continúa una demostración de artes marciales al ritmo de un reggaetón añejo, demostrando que no falta la fuerza para doblegar al enemigo.
Una luz de drone inquieta la presencia de Marra, incómodo y lejos de su hábitat. Confirma su nacimiento libre, seguido de la triste vida en una oficina. Su bronca, el sin sentido de poder alcanzarlo todo. La idea fantasmal que rodea las grandes mentes: libertad o muerte. Acude al centro el atento y sereno maestro de ceremonias. Adjetivable, extravagante y contenido, se dedica a esputar al micrófono las cifras necesarias para existir. Los pesados controles numéricos que deben materializar sus gritos comunes. La contabilidad precisa de la libertad. Luego, por los altoparlantes, la extendida audiencia recibe la llegada de un ángel prendido fuego y masticado, que mira hacia atrás cuando sube Vicky, la abogada del Bien al elevado escenario. La dama de rojo, cuidadosa como un Exocet, señala a los enemigos de adentro y de afuera, de atrás y por delante, en todas direcciones y sentidos para, al momento de retirarse, prometer la paz.
La música pesada aumenta su volúmen al mismo tiempo que sube la temperatura de los gritos y el entusiasmo: está aquí, está sucediendo. Se prenden como bombas, las olvidadas bengalas amarillas. El Rey León entra y la gente estalla. Se hace evidente: de verdad existe, no es un holograma. El Rey León es una bolsa de carne con armadura, un cuerpo con agujeros. Sale de la pantalla y se replica en la vida real, ¿y qué es un pedazo de pantalla en la vida real, sino un gran espejo?
Las bestias borrachas de excitación adolescente permanecen expectantes, enardecidas, pero nunca satisfechas. Como el bebé humano queda capturado por su propia imagen cuando se ve reflejado en la clara superficie de un estanque, estos cachorros de león se diluyen en el éxtasis de encontrar, finalmente, un rugido en el cuál hacerse eco. Pero la realidad es más cruel de lo que podrían llegar a concebir los pobrecillos con su miopía estrafalaria. La imagen del representante es, después de todo, una imagen. Estos seres ahí reunidos que cantan
“libertad
libertad”
en el fondo desean liberarse del yugo insoportable de sí mismos, y esa libertad, la única real, solo se consigue cuando nos atamos a los otros.
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