¿Gótico nacional?
Me encantaría poder decir que los paisajes que pinta Mauro son góticos, pero no me alcanza la expresión. Podría no clasificarlos. A riesgo de seguir perdiendo precisión, diría que son pinturas de por acá. Paisajes de por acá. No “de acá”, porque habría en esa ubicación tan afirmativa una indeterminación. Que algo sea de por acá es más representable.
Tengo para mí que la pintura gótica argentina no existe. Pero no existe ninguna pintura gótica nacional, porque hay algo voluble y desperdigado en el gótico que lo vuelve general: el arte de la frontera de los dioses. ¿Todo arte tiene su parte gótica? Puede ser, porque se lo hace en nombre de una explicación a la que no se llega y la razón descansa en otra cosa, nunca en la verdad.
Mauro es un pintor de caballete que pinta mirando la esquina de Paraguay y Larrea o el pulmón de manzana con tinglados de zinc del barrio de Once. Pero no pinta lo que tiene ante él. Parte de un punto que está en la realidad, en una realidad cocinada en el tiempo. Mira para adentro de las geografías de la historia del arte, pasando las hojas de libros desvencijados que nadie revisaría. Pinta paisajes resumidos por su sentimiento, sin tentarse con los conflictos trabados de los días de semana. Se para lejos de la crónica y cerca de la estampa mitográfica. No parece estar encima de lo que pinta, sin embargo logra desordenar el dilema que nos imponemos generalmente cuando distinguimos entre realidad e imaginación. Más allá de la razón de ese dualismo hay una tercera razón, más rara y plástica.
A diferencia de su muestra anterior, no quiere que nos demos cuenta del todo qué pinta. No alcanza con Mar del Plata, pero tampoco es que su tema ahora sea “el mundo”. La muestra me deja en el punto anterior a la conclusión sobre qué significa vivir en un lugar. Se pone en el medio de estas disyuntivas que armo a mi manera. Junta una actitud de aprendiz permanente con la grandilocuencia de los territorios, en los que vive o no. A los que imagina o recuerda.
A veces parte de pinturas antológicas de paisaje para llegar a sus propias combinaciones escénicas. Hay perspectivas abiertas, de frente con ángulos que se pierden solos por allá atrás. Hay peñascos y personas mirando la nada, que está compuesta de accidentes, montañas, mesetas o dioses laderos que lo miran todo desde un rincón famoso solo para ellos. A ese lugar no llega Mauro, no se propone llegar ahí. Quiere enroscar el pincel en la evocación de biomas o espacios arquetípicos a los que deforma. Una ladera bretona con fresnos secos. Un momento en un bañado formoseño. Algo del espacio andino donde lxs americanxs tiritamos por lo que no sabemos. Una parcela inundada o un charco grande entre cipreses, donde un animal busca alimento porque supone que la llanura es generosa.
Está en la estela de un Fernando Fader, por ejemplo, que hacia 1930 salía por los pueblos del norte cordobés a encontrar el tiempo estable que daban ciertos lugares, como La Higuera o Candelaria. Acampaba unos días y volvía con varias telas de tardecitas desiguales entre sí, que se correspondían con el día a día y con lo que nunca ningún pintor pudo pintar del todo: las emociones de algo que se termina.
Cuando Mauro no está en sus lugares metropolitanos de trabajo está de viaje. Camina para darle ánimo a las formas que quiere hacer, para encontrar otro espacio en lo ya hecho. Se me hace que no son paseos. Persigue motivos, recovecos en el continente, casualidades naturales para reunir. No se puede no estar en algún lugar. Además, para pintar solo se necesitan unas pocas herramientas y un lugar. Estos cuadros que cuelgan acá son la consecuencia de procesos así. Entre la neblina, en el viento, bajo un sol vertical, en una mañana fresca y transparente o en las horas del día que no tienen nombre porque cada unx las llama según como se siente.
En los pueblos de la región pampeana suele usarse la palabra lerdo para significar a alguien que se toma su tiempo. No quiere decir lento, es otra cosa más incalculable. De alguna manera estas son pinturas lerdas, apoyadas en el tintineo de un cisne o un mar, pero con la certeza de que siempre hay algo para mirar si se revierte el poder triste de las imágenes de la vida social alienante. Antes de todxs nosotrxs estuvo esto, parece decir Mauro. Alcanza con darnos cuenta que hay una flor que lleva por nombre “Diente de León” y es amable. Alcanzaba con una tapia baja, una vivienda con techo a dos aguas y un farolito, la arquitectura pudo haber terminado ahí tranquilamente. Alcanza con esperar el momento de una sobremesa azulina para estructurar en cada unx de nosotrxs la promesa de felicidad que nos hace trabajar.
Sobre "Mi tonto caminar" de Mauro Agustín Cruz en Moria con curaduría de Max Gómez Canle
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