Melancolía y futuro
Si a las imágenes pudiésemos verlas siempre sin pensar en su historia, lo normal sería detenernos primero en las formas, en el contraste de los colores, en el trayecto de las líneas y, después, en los recuerdos que nos traen a la mano. Las pinturas de Santiago Paredes son inocentes en ese sentido: no esconden nada, se resisten a ser interpretadas. Tal vez también por eso no arrastran la solemnidad de lo que se autodefine antes de entrar en escena. En ellas está el juego de encantos que sólo puede darnos el ocio, o mejor aún, el aburrimiento. La suavidad de algunas superficies, el tiempo que con mucho cuidado va desgastando las cosas, todo el universo que vemos cuando cerramos los ojos mientras suena una canción. En su taller, Santiago dice algo que me gusta: que a medida que el mundo se endurece, él se ablanda. Y ablandarse es menos perder estructura que ganar dispersión en el buen sentido.
Melancolía y futuro nos enfrenta a algo así como una lírica de lo cotidiano, en la que los espacios, los objetos y los seres de la intimidad más próxima se encastran formando una sola pieza, abrazada e indisoluble. Pero también deja suspendidos en el aire los cabos sueltos de lo onírico que esa cotidianidad prepara incesantemente a cada minuto.
A la manera de un método, las traducciones maniobran insistentemente no para llegar a un resultado cada vez mejor (más completo, más cerrado, con menos lagunas), sino para desajustar una máquina que está todo el tiempo con ganas de romperse. Una primera traducción, del dibujo a la pintura: empieza con un garabato que, como ejercicio para espantar el tedio, termina colgado en la pared como un trofeo y con el correr de los días se transforma en un cuadro de dimensiones enormes. Pero el dibujo no se descarta, se queda ahí como hallazgo e insignia de alguna especie de mitología personal. Y entonces se repite, cambia de forma y reaparece en las pinturas, saltando entre los muebles y las habitaciones de una casa.
Otra traducción es la que sirve de pasillo entre los dos mundos que, para decirlo rápido y sin darle lugar a preguntas viejas, comparten peso y sustancia en nuestros corazones: el virtual y el real. Como si los dos se sirvieran de refugio mutuo, como si las lógicas propias de cada uno se pudiesen transpolar sin que importen para nada las consecuencias. El glitch de la pantalla pasa a la tela y la distorsión se duplica, al mismo tiempo que los fondos y las figuras se repelen dejando un espacio vacío milimétrico en el que la cabeza descansa. El espíritu mouse deambula por las obras con la pulsión de un adicto, ignorando su materialidad, queriendo cambiar los floreros de lugar, amenazando con suprimir todo.
Si entendemos estas traducciones como recombinaciones de elementos, un tránsito libre de un estado a otro que no supone un destino final o definitivo, lo que vibra por su evidencia es el mal chiste de la adultez. Contra todo pronóstico, madurar es volverse más tierno y dulce. Ablandarse mientras todo se endurece es también escapar de la rapidez del mundo, ralentizar la atención que le prestamos a las cosas. Estos nos traen algo de la infancia pero no como memoria lejana sino como primera puesta en práctica del gusto.
Un artista que se ablanda es más propenso a la impureza y se vuelve menos autorreferencial (cosa que hay que celebrar). En la fantasía de Santiago Paredes, las adolescentes y los animales se acurrucan en sus camitas para dar paso al sueño eficaz de un porvenir de neón.
Sobre "Melancolía y futuro" de Santiago Paredes en Espacio Acoyte.
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