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  • Mario Scorzelli

Neoclasicismo


“El terror no es otra cosa que la justicia expeditiva” Maximilien Robespierre


Retórica jacobina

Rebelde, dueño de una gracia superior para la oratoria y con un ansia desmedida de poder, Maximilien Robespierre encontraría en la escasa legitimidad de la monarquía absoluta la oportunidad propicia para llevar adelante su delirante programa revolucionario. Indignado por el déficit de la corona y guiado por un extraño sentimiento de superioridad moral, lanzará una carrera política que lo llevará a reformular el sistema de gobierno —de acuerdo a sus propios intereses— hasta ocupar el cargo de Presidente de la Convención Nacional y arrogarse el derecho de representar la voluntad popular. Sin embargo, a pesar de haber impuesto el reinado del terror y ser responsable de la muerte de un número incontable de personas, deberíamos reconocerle el notable mérito de impulsar con sus versos inspirados uno de los relatos más grandes de la historia que continúa hasta nuestros días.


Más allá de la polémica que podría generar el hecho de reconocer que las acciones de una sola persona alcanzan para iniciar el curso de una revolución, sería justo mencionar que la realización de su plan no hubiese sido nada sencilla sin la valiosa complicidad de un periodista sanguíneo y un artista calculador. Estoy hablando del extremista Jean-Paul Marat, que se encargó de acusar y pedir la cabeza de cualquiera que se interpusiera en el relato y Jacques-Louis David, que llevó adelante la tarea circense de construir los espectáculos para el nuevo culto que profesaba la moral del estado bajo el nombre de la Diosa Razón.

Víctimas de un tiempo cuyos detalles se nos escapan y gracias a la parcialidad de las narrativas, estos sujetos pueden ser convertidos fácilmente en héroes o villanos. Para comprobarlo alcanza con leer algunos autores al azar, que a partir de sus caracterizaciones de la elite y el pueblo participan del entretenido juego literario que implica darle una forma al mito fundacional de la democracia moderna. Deberíamos recordar que más allá de la precisión de los datos y las anécdotas que los acompañan, es posible construir modelos interpretativos que negocien las diferencia entre los hechos y los documentos para lograr una comprensión del curso que tomará la historia. En esa dirección, más literaria que científica, el tiempo que desconocemos puede coincidir con la época en que vivimos, como sucede en el neoclasicismo.


Quizás nunca fuimos románticos

Cortar la historia en rebanadas no es tan sencillo como guillotinar cabezas. Los discursos que anuncian el fin de la historia son tantos como los que proclaman su retorno. En un lugar mucho más extraño, entre el pasado y el futuro, se encuentra el neoclasicismo. El relato que aprendemos en las escuelas, nos cuenta que después de la fase jacobina vino la Reacción de Termidor. En este punto, uno se puede ver tentado a pensar en una correlación entre las fases políticas de la revolución y las corrientes estilísticas. Eso nos podría dar como resultado que el neoclasicismo se corresponde con la Revolución (Jacobina) mientras que el romanticismo encuentra su correlato en la Reacción (de Termidor). Más allá de este tipo de analogías e interpretaciones que le quitaron el sueño a autores como Hegel, Trotsky o Lukács —y que hoy descansan merecidamente en la fotocopiadoras cerradas de los centros de estudiantes— hay un consenso amplio en relación a los orígenes del neoclasicismo que apunta a finales del siglo XVIII y se concentra en el emblemático trabajo del artista Jacques-Louis David. Sin embargo, la cosa parece complicarse al intentar dar un salto mesiánico a otra figura histórica. Quizás, esto se deba a que nunca fuimos verdaderamente románticos o, mejor dicho, solo existen algunas raras excepciones porque se trata de algo que no está permitido y todavía continuamos dando vueltas en el Neoclasicismo, cuya particularidad se encuentra más en sus implicaciones políticas que en sus innovaciones estéticas.

El neoclasicismo no se distingue en absoluto por cuestiones “estilísticas”, sino por una sofisticada comprensión del tiempo. El prefijo neo, que en una primera impresión puede resultar algo contradictorio, evidencia el sentido de ese singular movimiento capaz de revolucionar y restaurar indistintamente. Las pinturas de David y su inmortalidad nos revelan que la supervivencia depende de la toma de decisiones adaptadas al futuro. Una habilidad que el artista parece haber manejado con algo más de maestría que los políticos democráticos de aquel entonces y los periodistas amarillistas que perdieron sus vidas por no encontrar la forma correcta de actualizarse.

“Siempre una obediencia ciega supone una ignorancia extrema” Jean-Paul Marat


Sed de aniquilación

En Marat hay un patrón evidente. Para llamar la atención y confirmar su propio discurso necesita pedir la cabeza de alguien, cómo si se tratara de alimento para su ego. Nada parece gustarle más al sádico público que sus denuncias y el posterior espectáculo de las ejecuciones. Sin saberlo, los espectadores celebran las masacres injustas hasta que les llega la hora. La carnicería es algo adictivo, después de ver un par de cuerpos decapitados se pierde por completo la sensibilidad y ya no interesa en absoluto si las víctimas son burgueses, monarcas, sacerdotes o aliados. Lo único que importa es que la denuncia logre un golpe de efecto para saciar brevemente la compulsiva sed de aniquilación.


Ese parece ser el tema central de La Muerte de Marat, una pintura de apariencia inútil y obsoleta, cuyo mayor interés podría reducirse a su nivel indicial. El retrato del mártir revolucionario nos indica que David aún continúa vivo y, en medio de una Nación que se encuentra sumergida en el terror, no parece un detalle menor. Mientras el periodista encuentra la muerte junto con las noticias, el artista logra capturar el tiempo para permanecer con vida. La lista tramposa elaborada por la asesina Charlotte Corday, que debía contener una serie de nombres de personas destinadas a ser ejecutadas por crímenes contra el Estado, funciona para equilibrar el peso de la composición y para prolongar, solo por un año, el terror político.


Robespierre, Marat y David, encarnan tres tipos de retóricas que aún continúan protagonizando los discursos públicos en el siglo XXI. El político que cuestiona la legitimidad del gobierno arrogándose una solución superadora, el comunicador encargado de realizar acusaciones para capitalizar el odio y el artista que sobrevive gracias a reproducir el mantra religioso del poder de turno. Claro que estas retóricas jacobinas no son las únicas que existen, hay algunas variantes a ese gran relato; pero, por lo general, son consideradas como herejías. Salir del bucle temporal neoclásico parece una tarea compleja. No deberíamos olvidar que el ángel asesino de Charlotte Corday perdió su cabeza en el intento.


Cuenta la historia que entre sus prendas intimas encontraron una hoja de papel en la que se podía leer la siguiente sentencia: “¡Un poco más de tiempo, y no quedará de ustedes más que el recuerdo de su existencia!



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