Un lugar de llegada
Cuando en 1991 el primer poeta que conocí me contó que por su trabajo había empezado a ir al gimnasio, pregunté ¿dónde trabajas? Hasta ese momento no sabía que lo que un poeta hacía podía incluir la palabra trabajo. En esos días la acción relacionada con la subsistencia poco tenía que ver con una actividad expresiva.
Sin embargo, la prueba de juventud que ofreció mi pregunta, más allá de avergonzarme me permitió descubrir el modo de vincularse a una práctica, excesivamente connotada, a través de una descripción instrumental. A veces no hay palabras que sinteticen una praxis y a veces las que existen no reflejan el modo en que la experimentamos.
En mi caso, el neutro desplazó la subjetividad producida entre sujeto y escritura y postuló otro lugar. Pero este lugar no fue un libro, una revista o una plaquette sino el entrepiso del Rojas. Porque un año después de este encuentro azaroso entre un cartero y un poeta, Delfina Muschietti inventó junto a Daniel Molina La Voz del Erizo, el ciclo donde, el último viernes de cada mes, cinco poetas leían sus poemas. Durante una década la pequeña aula del Rojas actúo como una interlocutora de poetas. Un espacio de trasmisión donde escuchar y conocer poesía.
La primera vez que fui, uno de los nombres faro de la poesía argentina presentaba a dos poetas inéditos. El recuerdo permanece dado que uno de ellos anunció que era la primera y última vez que leería en público, algo que cumplió, y el otro leyó una concatenación de acciones, cuya imaginería aún podría reconstruir. Pero el efecto de esa primera asistencia perdura porque esa tarde descubrí el modo de materializar a través de la lectura, lo que a todas luces resultaba imposible: ¡el libro!
Mes a mes, la instrumentalización de la voz desplegó un juego de desplazamientos, un escenario de experimentación y un foro de circulación. Dado que mucho de lo leído, tanto por las más jóvenes como por las más publicadas, actúo como un auténtico pre–libro. El campo de potencias que el Erizo, a su manera, desplegaba se alojaba en esa experiencia previa a la publicación, protagonizada por la lectura de cada poeta. Esta divulgación no editorial permitió dejar de ver al poema como una entidad fija y percibirlo como un conjunto de versiones, de moldeados, de formas por venir. Un rasgo que en mi caso, con el paso del tiempo, resultaría crucial.
El modo de probar estructuras sin principio ni final, de contar historias mínimas, de trasladar materiales como quien reemplaza manteles por páginas de diarios y percibir el efecto en la audiencia, era la particularidad que el Erizo habilitaba. Había algo de salir afuera, de insertarse en el lugar del que los textos se nutrían. El vínculo estable entre participantes produjo afectividad y dinámicas comunitarias inter-generacionales. Esta sinergia antes que la formación de un grupo insufló modos de compartir. Lejos de conducir la fantasía de ser poeta y de actuar como un semillero literario, lo que allí se experimentaba eran voces y poemas. La lógica divulgativa de una práctica de escritura permitió concebir, de una manera sencilla, la relación entre uso y estructura como una de las claves de la poesía.
#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s
editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli
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