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  • Jimena Ferreiro

Pedagogía de la crueldad


Mientras leía las reflexiones de mis colegxs en torno al debate sobre las declaraciones de Marcia Schvartz, cuyos aportes valoro muchísimo suscribiendo en su mayoría por su inteligencia, perspectiva crítica y justicia poética; recordaba una anécdota que me contó Magdalena Jitrik hace ya algunos años. Era mediados de 2014 y yo había acordado una visita a su taller que por entonces estaba en la calle Portela, donde también tuvieron sus estudios Sandro Pereira, Ad Minoliti, Mariana Ferrari, Gustavo Marrone, y tantos otrxs. Conversamos sobre varios temas, y el asunto de los 90 aparecía una y otra vez en la charla. Allí conocí sus pinturas tempranas (las mismas que se exhibieron en la galería Walden el año pasado) y comencé a advertir la importancia que había tenido su trabajo en los inicios de la galería del Rojas como co-curadora junto a Gumier. Al año siguiente pautamos una entrevista que luego quedó incluida en mi libro Modelos y prácticas curatoriales en los años 90. La escena del arte en Buenos Aires (2019), pero esa es otra historia sobre la que ya escribí. El punto es que en el encuentro de 2014 me contó sobre lo difícil que fue la gestión de la exposición Juego de damas que curó Adriana Lauría en 1995 en el Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino de Rosario y que luego se presentó en Buenos Aires y Mar del Plata. Por entonces, los feminismos habían permeado poco las instituciones culturales y todavía estaba vigente la falsa idea ligada a la “excelencia”, el “talento”, la “maestría”, como si estos valores no estuvieran signados por trayectorias de clase, género y raza. Algunos directores de instituciones incluso se burlaron del proyecto argumentando que “Raquel Forner hay una sola”.


Es un problema cuando el reconocimiento y la relevancia de la obra de una artista mujer sirven para cumplir con un falso cupo y obturar el camino de otras. A veces tiendo a pensar que con Marcia pasa un poco lo mismo. Son pocos los artistas varones, que se reconocen como pintores en primer término, que no invoquen su nombre reconociendo su “fuerza”, su “talento” y lo mucho que se la banca. No es casual que los valores en torno a su producción sean tan viriles, porque en efecto su recorrido está cimentado sobre una operación de ponderación machista y de exclusión de sus colegas mujeres. Los textos que me anteceden hicieron foco con mucha agudeza en su posición de privilegio ligada a la burguesía intelectual de izquierda, en su perfil de artista moderna, en la lógica individualista de su taller, en los secretos de su enseñanza y en la posición cínica que decidió ocupar desde hace ya tantos años. Hace rato que Marcia no abre el juego y su presencia sirve para justificar posiciones muy retrógradas en el campo de arte. Tal vez sea a pesar de ella, pero el efecto que genera es evidente y lo vemos periódicamente en las decimonónicas discusiones en torno al Salón Nacional. Nada nuevo para decir, como si sus palabras estuvieran revestidas de una verdad cifrada sobre el arte que sólo ella conoce y un puñado de artistas incomprendidxs.


No quiero volverme muy retórica, pero también recordé otra anécdota que me contó Alfredo Londaibere cuando ambxs se encontraron en la entrega del premio de Pintura del Banco Central en 2016. Mientras Marcia recibía la distinción a su trayectoria, Alfredo había obtenido el Primer Premio de Pintura luego de largos años de invisibilización, por motivos varios que no vienen al caso en esta crónica. Ambxs compartían una mirada por momento prejuiciosa sobre lo que llamamos generalmente arte contemporáneo, que no radica en su capacidad crítica (lo cual siempre se valora en un artistx), sino más bien un enojo por momentos infundado. Para Alfredo el arte y la pintura eran sinónimos y así me lo expresó toda vez que pudo, sin embargo en su caso descubro que su desacuerdo sistémico se tradujo en una fuga mística y una forma de negociación con el sistema del arte que denota una enorme inteligencia política. Alfredo vendía por volumen y por eso diseñó una circulación para su obra no elitista que contemplaba precios accesibles. Esta era una política que discutía con Ernesto Arellano, Florencia Bohtlingk, entre otrxs amigxs artistxs. Sin embargo a Marcia le interesa la alta cotización, la pertenencia a colecciones de prestigio, u otras operaciones que la ubican como una estratega feroz en el posicionamiento de su obra.

Cuando el año pasado curé la exposición Yo soy santo de Alfredo Londaibere, recuerdo que vinieron a decirme que a Marcia le había gustado la muestra. Se supone que me lo dijeron como a quien le ponen una cucarda de aprobación, y es justamente contra esa certificación que me quiere revelar, como si Marcia tuviera el gobierno de validar las acciones del campo. El desdén con el que cree interpelar al sistema profesional del arte, y a todxs aquellxs que nos ocupamos de las múltiples mediaciones como si fuéramos unos farsantes improvisadxs, no hace más que exponer su limitación para comprender las transformaciones del arte.


No quiero extenderme mucho más, ni volver esto una contienda personal, cuando en verdad se trata de la señalización de un modelo artístico que creo obsoleto y peligroso porque opera a partir de la discriminación y el prejuicio. Por eso para el final me guardo dos cartas: una de ellas es una acusación a la ceguera artística que homologa todas las poéticas bajo la injuria de “brillantina” y “frivolidad”. Solo basta ver la obra de los primeros años 90 de Sebastián Gordín y de sus compañeros de los Mariscos en tu Calipto, como Miliyo y Pages, para advertir la densidad pictórica de las telas que expuso en el Rojas en 1989 (algunas de las cuales mostramos en la retrospectiva del Moderno en 2014), o sus cajitas que contienen en escala diminuta lo mejor de la contracultura de los 80, o bien las comics experimentales que produjo con Roberto Jacoby. Sobre el asunto Maresca, Francisco Lemus se explayó con toda la exactitud documental, que también quedó registrada en la entrevista que le hice a Gumier y que publiqué en el libro al que hice mención.


Finalmente me quiero ocupar de Pablo Suárez. Puede ser que fuera “un hijo de punta” como dice Marcia, pero lo curioso es que Pablo reconocía su obra en la misma lógica que sus colegas de décadas atrás hablaban de Forner. Si había que incluir a una mujer, esa sería Marcia, desplazando otras que fueron incluso mucho más importantes en su vida como Nora Dobarro, quien le dio espacio en su taller para dictar clases en la calle Reconquista (y mediante ese gesto le garantizó algunos años de estabilidad para la pendular vida laboral de Suárez). En ese momento, Nora tenía el taller más poblado de Buenos Aires, y Suárez desplegada allí su particular estilo de hablar de cualquier cosa para que luego todo confluya en la pintura, mientras se excedía cada tanto en el uso de la pedagogía de la crueldad. Un rasgo que sin dudas compartía con Marcia. Pero que nadie se equivoque, porque Pablo Suárez es una figura central para entender la historia del arte local de las últimas décadas. Pablo tenía esa capacidad de haber construido una carrera extraordinaria en términos individuales como artista, pero también haber tenido la convicción, y la generosidad, de integrar formaciones artísticas que cambiaron el rumbo del arte. Su presencia década a década es notable en términos de colectivos, de tendencias artísticas, y también como formador de artixts. Pensar su legado implica analizar también la construcción de una escena. Desde el encuentro con Greco, La Menesunda, la renuncia al arte en el itinerario del 68, el retorno de las poéticas de la pintura en el encierro de la dictadura, a la objetualidad porno de los 90, el salir del closet, “los putos del Rojas”, Antorchas, el terror como ejercicio crítico y perverso en sus clínicas del Taller Barracas, hasta el crack del 2001, y la fragilidad de su muerte temprana en 2004. Todo está explícitamente dicho en su obra. ¿Suena a poco decir solamente que “era un hijo de puta”, no?


Me pregunto cuál será la fortuna de esta columna. Tal vez el escarnio público, o una gélida indiferencia. A pesar de ello, tengo claro que “el dispositivo Marcia Schvartz” es muy eficaz y su presencia está garantizada en el sistema masivo de medios. La semblanza de gran pintora es sistémica y muy oportuna siempre, mucho más si pinta el infierno en el que vivimos. Cuando visité su exposición en Vasari coincidí con una periodista que estimo mucho. Debo decir que le confesé que la muestra no me gustaba nada, pero igual mi opinión no nubló su vista y la nota salió igual. ¡Larga vida a la pintura!


Fotografías: (1) vista la obra "Narciso de mataderos", Pablo Suárez 1984/5 en la exposición Narciso plebeyo del MALBA curada por Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini. (2) "Sin título", de la serie autobiográfica, Alfredo Londaibere, 1999, témpera sobre papel 48 x 56 cm (foto Gonzalo Maggi)


EL DEBATE SOBRE EL ARTE DE LOS 90S:



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